En una botella de agua mineral vaciamos una petaca de ginebra. Estaba apagándose el cielo y nosotros, los de siempre, quietos en la plaza siendo del paisaje. La ginebra nos corría por todo el cuerpo y no es una metáfora. Llevábamos semanas por los bordes. Y como la magia no se trataba de un juego, había algo más en esos días. Cuando las luces de los autos y las calles se iluminaban, nosotros nos poníamos a mirar los recuerdos. “Esta no es la clásica historia de reventados”; me dije y, supuse que iba a escribir esas postales de aquel invierno.
Ninguno tenía trabajo, solo changas. Algún cumpleaños para animarlo con la murga, algún que otro reparto de volantes, y por supuesto; alguna casa por pintar o jardín que cortar. Dolía conseguir la plata, va, en realidad no. Lo que dolía era esa cierta marginalidad en la que nos veíamos inmersos por vivir de está manera. Sin embargo, nuestra percepción del mundo era de mucha pasión. El arte siempre estaba avisándonos, avivándonos. Todos esos hombres que parecían no haber pertenecido nunca a este mundo, representaban un amanecer, se figuraban como estrofas que deseábamos aprender. “Estamos poseídos”, solía decir el negro, cuando nosotros; los corazones solitarios, desangelados, corríamos por la avenida. Los kioscos dejaban de vendernos bebidas y los boliches soplaban nuestra brasa hasta estallar. “Que otra cosa podemos hacer”, decía siempre el cieguito calavera. “Que otra cosa, continuaba sin quitar los ojos de ese cielo criminal”.
Hacia frío y sentíamos la piel ponzoñosa arder. El paisaje de las cinco de la mañana que presentaba la avenida, con esos tristes carteles de neon iluminando la nada y una jauría de perros y gatos en la que nos encontrábamos nosotros, ebrios locos santos.
“La postal que se borra con la luz, eso somos”, me dijo Lu, mientras nos escapábamos hacia el amanecer…
miércoles, 27 de agosto de 2008
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